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  • gorkadiez8

David y Courbet: dos retóricas

*Trabajo realizado para la asignatura «Los Discursos del Arte Contemporáneo» del grado de Lengua y Literatura de la UNED


Siete décadas de distancia separan el nacimiento de Jacques Louis-David (1748-1825) del de Gustave Courbet (1819-1877), dos de los artistas más destacados de la pintura decimonónica francesa, ambos de familia acomodada y formación pictórica, sobre todo el primero, becado durante cinco años en la Academia Francesa en Roma. Cada uno a su manera (neoclásico el primero, realista el segundo), agitaron el arte a través de la innovación, empleando técnicas ajenas «a las tradiciones y los públicos establecidos para el arte» en sus respectivos tiempos (Eisenmann, 2001: 224). Algo que ambos hicieron en contextos convulsos, con revoluciones que acabaron con el Antiguo Régimen monárquico para dar paso a una República que tampoco sació del todo las expectativas de la burguesía y de la clase obrera. A continuación analizo algunas de sus diferencias y conexiones partiendo de los artículos «El Juramento: David» (1988), de Jean Starobinski, y «La retórica del realismo: Courbet y los orígenes de la vanguardia» (2001), de Stephen F. Eisenman, y deteniéndome en algunas de sus obras.


El primero, con un rotundo compromiso político dentro y fuera del arte[1], volvió la mirada a la Antigüedad clásica para exaltar, con referentes mitológicos e históricos ejemplares, tanto los ideales como a los líderes (y mártires) de la Revolución, sobre todo durante la República jacobina, y, ya en su segunda etapa, al emperador Napoleón Bonaparte[2]. Los retrató con contornos puros en escenarios austeros, magnificando sus figuras, y en momentos trascendentales, normalmente «aquellos previos o siguientes a la acción central de la historia que representaba» (Rodríguez, 1996: 88). Esto da lugar a una retórica y a una puesta en escena solemne y melodramática en la que se complace (Starobinski, 1998: 68), con ejemplos como La muerte de Marat (1993), lo que ayudó a que se convirtiera en el artista oficial de ambos regímenes.



Courbet, por su parte, se comprometió con el socialismo y el proletariado en un momento en el que, con los cambios políticos y el alza de la clase obrera, ya no era posible, según apuntaba Marx, invocar a la Antigüedad como hicieron David y los neoclásicos y «ocultar a los hombres y mujeres de 1851 la naturaleza real de sus poco heroicos y hechos y actitudes» (Eisenman, 2001: 220)[3]. Para ello, apostó por retratar a gentes anónimas y corrientes en momentos cotidianos, y hacerlo de forma realista, sin engrandecerlos (en sus obras no hay, por lo general, exaltación, o si la hay esta no es tan explícita), siendo fiel al modelo sin ocultar su fealdad, su vulgaridad o su precariedad laboral. Una pintura en parte bohemia que no busca la perfección ni la belleza, sino lo natural, como esas mujeres con abundantes carnes y vello corporal de obras como Las bañistas (1853) o El origen del mundo (1866). Una nueva mirada que hace que su retórica pictórica resulte mucho más terrenal, humana, humilde, que la de David.


Las fuentes de inspiración de ambos ya eran bien distintas: mientras Courbet la buscó a menudo en su aldea natal, Ornans, rodeado de la naturaleza y de gentes sencillas que le hacían sentirse cómodo; David, nacido en París, lo hizo en una Roma que se había convertido en poderoso referente cultural. Allí absorbió el arte de Domenichino, Miguel Ángel o Rafael, y quedó impresionado por las ruinas de Pompeya. Un viaje a Roma le inspiró de hecho El Juramento de los Horacios (1784-1785), donde, aunque históricamente se desconoce si este juramento que prioriza el bien colectivo sobre el particular existió, demuestra saber «escoger el instante en que mejor se ven las virtudes romanas y exalta así un mundo heroico de pasiones simples y verdades rotundas»; un llamamiento a la rebelión que no tardará en llegar que convierte la obra en «talismán revolucionario» (Antigüedad, 1998: 30 y 31).


Prueba de su incitación a la violencia es que su punto central no está en los rostros de sus protagonistas, sino en la mano izquierda del padre, que sostiene y ofrece a sus hijos tres espadas, «armas asesinas santificadas por la mano paterna que las transmite» (Starobinski, 1998: 59). Un padre que además no mira a sus descendientes, sino a las armas, anteponiendo la victoria colectiva a su propia familia. Solo a la derecha, en el grupo de mujeres, asoma un sentimiento de miedo y sensibilidad ante la posibilidad de un trágico desenlace. «A la virilidad involuntaria, en la que el ser se olvida de sí mismo en aras de un deber sangriento, se opone la femineidad sensible que no puede hacer frente a la muerte y que se deja subyugar por el horror» (Starobinski, 1988: 60).



Esta apuesta por el interés público sobre el particular alcanza su punto álgido en Los lictores llevan a Bruto los cuerpos de sus hijos (1789), donde el padre, fundador de la República de Roma, tras haber ordenado ajusticiar a sus hijos al enterarse de que habían traicionado a su patria, aparece retratado en el trágico momento en el que los cadáveres son llevados a su casa. De espaldas y entre sombras, se muestra melancólico y abatido, pero, al pie de una estatua que representa a Roma, «la patria divinizada» (Starobinski, 1998: 62), también sereno y contenido, pues ha prevalecido el interés común: la sensibilidad y la ternura vuelven a estar representadas por las mujeres, una madre desolada y dos hijas que la abrazan con resignación. Un contraste de sentimientos que vuelve a reflejarse en La muerte de Sócrates (1787), donde David dignifica al filósofo condenado a morir, al que retrata bebiendo, sin miedo, una cicuta envenenada, mientras que su mujer, incapaz de soportar el dolor, queda fuera del centro de la escena.


Así, aunque en todos estos cuadros las mujeres desempeñan papeles secundarios, y David no parece profundizar en ellas como en los varones, sí parece claro que le permiten expresar una sensibilidad que pone en entredicho el tópico de considerar su arte como «frío y desprovisto de verdaderos sentimientos» (Praz, 1982: 146).


El protagonismo es además femenino en otra de sus grandes obras, El rapto de las sabinas (1799), donde son ellas quienes, emulando un episodio de la mitología romana, se interponen entre los combatientes para llamar a la concordia y al entendimiento entre los franceses tras una experiencia revolucionaria que había dejado tras de sí demasiados muertos y transformado la euforia inicial en desencanto. Un papel principal de la mujer que tendría su continuación en el Romanticismo con la alegórica La libertad guiando al pueblo (1830), de Delacroix, donde, de nuevo con el campo de batalla como escenario, la libertad aparece representada por una mujer fuerte, portadora de un fusil y de la bandera nacional, que, con los pechos al aire y la catedral de Notre Dame al fondo, encabeza a toda una serie de luchadores varones (entre los que se autorretrata el propio autor) abriéndose paso descalza entre cadáveres.



Frente a los reyes y héroes de las obras de David, Courbet destaca por introducir a humildes personajes que pasan a ocupar el espacio que el Neoclasicismo, y en general la tradición pictórica anterior, había brindado a aquellos[4]. Algo que se puede interpretar como un intento de democratizar el arte que entronca con esa «historia desde abajo» o «de la gente corriente», que, según Eric Hobsbawn, emergió tras la Revolución francesa (apud Sharpe, 1993: 42 y 43), lo que para los marxistas lo convertía en arte revolucionario[5]. A ello hay que añadir las enormes dimensiones de muchas de sus obras, lo que, a su manera, le permite ensalzar a sus protagonistas. Es el caso de Los picapedreros (1849), obra destruida durante la Segunda Guerra Mundial de más de un metro y medio de alto y dos metros y medio de ancho donde un anciano y un joven, pintados respectivamente de espaldas y de perfil, aparecen vestidos con ropas pobres levantando piedra (el primero) y picándola (el segundo), en sintonía con el trabajo agrícola que Millet reflejó (y enalteció) en El sembrador (1850) y Las espigadoras (1857). Una obra que no invita al optimismo al cerrar la puerta a un cambio generacional con mejores expectativas laborales pero que sintoniza con las reivindicaciones de dignificación de la clase obrera.


De 1849 es también Campesinos de Flagey volviendo de la feria, y de temática igualmente anecdótica al retratar a un grupo de campesinos que, en su regreso al hogar, se encuentran con un burgués que pasea a un cerdo con correa: un buen reflejo de la sencilla y austera Francia rural frente a los lujos y revoluciones parisinas.


De apenas un año después, 1850, es Entierro en Ornans, con 51 vecinos reunidos alrededor de un foso donde está a punto de ser enterrado un cadáver que se intuye pero no se ve. De la pintura de David, «atravesada, de arriba abajo, por la presencia de la muerte» (García Hernández, 2016: 152), pasamos a un Courbet que, pese a pintar un entierro, no hace mucho hincapié en él. Los protagonistas, campesinos pero ataviados con sus mejores galas burguesas, asisten al acto fúnebre «desconectados entre sí» (Eisenman, 2001: 228), sin que sus miradas se dirijan a un foco único, como podría ser la fosa, ni en sus rostros se aprecien muestras de dolor: prima la indiferencia, lo que llevó a algunos críticos a tachar a Courbet, como a David, de frío y distante. De nuevo, la mayor sensibilidad está en las mujeres, reunidas a la derecha de la escena, algunas de las cuales se tapan con un pañuelo sobre el que, presumiblemente, lloran.


Otra obra destacable de Courbet es El estudio del pintor (1855), también de grandes dimensiones y con clara mayoría de personajes varones con la que su autor, esta vez con un mensaje más simbólico que le acerca a David, parece reivindicarse como pintor libre e independiente. Entre los numerosos personajes que le acompañan llaman la atención un niño que representa la inocencia y «la ingenuidad en la obra de arte» como sinónimo de creatividad (Antigüedad, 1998: 201) y una mujer que, pintada desnuda en alusión a la diosa de la verdad de la mitología romana, simboliza la virtud del artista, que se retrata pintando un paisaje de su tierra, ejemplo del apego que sentía por su aldea.


Para finalizar, me parece interesante comparar dos pinturas dedicadas a amigos fallecidos que, pese a su conexión temática, evidencian dos retóricas muy diferentes. En el caso de David, en La muerte de Marat exalta a este diputado jacobino, médico y periodista asesinado, al que retrata como un mártir de la revolución, un «nuevo Jesucristo» (García Melero, 2008: 459). La sangre que baja por su pecho puede interpretarse como símbolo de su heroicidad, y su cadáver aparece apacible, digno, y más joven que a la edad en la que falleció, con unos 50 años. La intención parece clara: retratar «una muerte aceptada y asumida previamente» (Rodríguez, 1996: 64) donde vuelve a prevalecer lo colectivo sobre lo individual, resultando épica: Marat yace asesinado pero por una causa justa, un sacrificio que le permite acceder a la inmortalidad, de modo que David «eleva la escena fúnebre a la dimensión de un monumento de eternidad» e «instaura una gloria que escapa a las contingencias del tiempo» (Starobinski: 1988: 66). Una eternidad a la que el propio autor se suma con su dedicatoria a Marat, la fecha del nuevo ciclo de la Historia (año II) y su firma.




Courbert, en cambio, en Pierre Joseph Proudhon y sus hijas (1865) apuesta por pintar a su amigo, el socialista Proudhon, en un instante cotidiano y placentero, acompañado de sus hijas y rodeado de libros en el jardín de su casa. Llama la atención la disposición de libros y folios, distribuidos desordenadamente por unas escaleras. Y que su amigo no sea retratado del todo frontalmente, lo que le hubiera dado un halo de autoridad, sino un poco de medio lado, y como mirando al horizonte, pensativo. Lo muestra asimismo vestido con ropa de andar por casa, sin relojes ni joyas y con gafas, humano, natural, vivo. Los objetos que le rodean, tan cotidianos, nada tienen que ver con la carta amenazadora, el cuchillo ensangrentado o la dedicatoria, que recuerda a una lápida, de La muerte de Marat: aquí no hay presencia de la muerte, ni heroicidad, ni carga ideológica, sino el recuerdo de una vida sencilla, apacible, terrenal. Una vida en parte comparable a la que su autor buscó en su retirada a su Ornans natal, donde la naturaleza y las costumbres sencillas de sus gentes parecen conformar un modo de vivir, de sentir, de ser, en las antípodas de las luchas revolucionarias y del ajetreo de las grandes ciudades (París, Roma, Bruselas) que tanto marcaron la vida y el arte de David.



BIBLIOGRAFÍA


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AZNAR ALMAZÁN, Yago, GARCÍA HERNÁNDEZ, Miguel Ángel, y NIETO YUSTA, Constanza (2021). Los discursos del arte contemporáneo. Madrid: Editorial Universitaria Ramón Areces.

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GARCÍA MELERO, José Enrique (2008). Historia del Arte Moderno. Volumen IV. El Arte del siglo XVIII. Madrid: UNED.

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VIÑUALES GONZÁLEZ, Jesús (1993). El arte del siglo XIX. Madrid: UNED.


NOTAS A PIE DE PÁGINA

[1] Formó parte del Comité de Instrucción Pública y del Comité de Seguridad General (encargado este último de aprobar penas de muerte) y de presidir el Club de los Jacobinos y la Convención Nacional. Interrogó a la reina María Antonieta para buscar pruebas que justificaran su condena a muerte y desde 1973 organizó algunas de las grandes fiestas revolucionarias (García Hernández, 2016: 154). [2] No tuvo reparos en cambiar de bando, pero lo hizo, quizá, por instinto de supervivencia y económico, pues el Imperio napoleónico fue un régimen que «le inspiró siempre más ganas de enriquecerse que de grandes sueños heroicos» (García Hernández, 2016: 153). De esta época son obras calificadas de panfletos simplistas por idealizar el poder como Retrato ecuestre de Bonaparte en el monte San Bernardo (1801-1805), donde cambia el burro sobre el que cabalgaba el emperador por un caballo, elevándolo pictóricamente como si se tratara de un monarca. [3] La nueva realidad obligaba a apartarse del academicismo y del manierismo del último Rafael y a adentrarse, con honestidad y pretensión de veracidad, en la rutina de la clase obrera, en su «trabajo físico y cuerpos no idealizados» (Eisenman, 2001: 221), como en Inglaterra, según se apunta en el artículo «La retórica del realismo: Courbert y los orígenes de la vanguardia», hicieron Millais, que en Cristo en casa de sus padres (1850) se inspira en una tienda de carpintería para intentar captar el esfuerzo del trabajo manual; o Madox Brown, que en Trabajo (1852-1865) retrata a un grupo de obreros londinenses cavando una zanja: una dura labor pero con poder purificador y de realización personal. [4]Aunque las consecuencias de las revueltas ya habían propiciado la introducción de protagonistas anónimos en situaciones agónicas en obras como Fragmentos anatómicos (1818) y La Balsa de la Medusa (1819), de Géricault, o, en España, Los fusilamientos del 3 de mayo (1814) y los aguafuertes Los desastres de la guerra (1810-1820), de Francisco de Goya. [5] El compromiso de Courbet con la revolución proletaria fue más pictórico que de acción, una «guerra del intelecto» (Eisenman, 2001: 227). Aunque participó en la Comuna de París de 1871 como presidente de la Comisión de Bellas Artes, lo que le acarreó consecuencias negativas: al llegar la Tercera República, le condenaron a seis meses de cárcel por el derribo, durante su gestión, de la columna de Vendôme.


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